LA SOLIDARIDAD TECNOLÓGICA, ETAPA SUPERIOR DE LA
JUSTICIA SOCIAL
LA IDEA BÁSICA
La justicia social es la bandera que aparece al frente de las reivindicaciones de toda propuesta política sensible a los intereses de las grandes masas populares, aquí o en cualquier país del mundo. Sin embargo, no resulta simple ni homogéneo precisar qué es la justicia social. ¿Es que todos los habitantes tengan trabajo remunerado o acceso al trabajo remunerado? ¿Es que la distribución del ingreso entre deciles de la población sea menos sesgada? ¿Cuánto? En lugar de 30 a 1 entre extremos, ¿debería ser 10 a 1? ¿O 5 a 1? ¿Qué número nos dejaría conformes? ¿Es que todos tengan las necesidades básicas satisfechas, así sea por distribución pública de bienes elementales? Una respuesta positiva a estas preguntas o a cualquiera de sus variantes hubiera sido relativamente válida hace medio siglo en casi toda Latinoamérica, cuando el justicialismo, por ejemplo, sostenía en Argentina que “gobernar es crear trabajo”. Una sociedad con pleno empleo, distribuido al interior de un universo de pequeñas y medianas empresas. Un Estado fuerte, responsable de la educación y la salud al alcance de todos y además involucrado en forma directa en la producción de bienes y servicios. Un sindicalismo organizado y aguerrido, que presione para el aumento sistemático del salario real. Tales eran los atributos básicos de una comunidad nacional con movilidad social ascendente, igualdad de oportunidades creciente y por lo tanto mejor calidad de vida individual y colectiva. A eso se llamaba por estas tierras un horizonte de “justicia social”.
En ese momento, a su vez, el escenario diseñado por la revolución cubana era más radicalizado y se constituía, por acción o por omisión, en la alternativa conceptual al populismo progresista. Allí se sostenía, simple y directamente, que el capitalismo era incompatible con la plena justicia social. Por lo tanto, debía configurarse una sociedad sin empresarios privados, que más que transitar el camino de oportunidades cada vez un poco más equitativas, lisa y llanamente las garantizara desde la cuna hasta la tumba. La justicia social, según la lógica del proceso cubano, no se alcanzaría paso a paso, sino de una vez y para siempre.
CINCUENTA AÑOS DESPUÉS
En medio siglo buena parte del marco de referencia cambió. En algunos casos en términos solo cuantitativos. En otros, aún cualitativamente. En los países capitalistas, nada transitó hacia una mayor equidad.
Aumentó la concentración económica; aumentó la pobreza; aumentó la diferencia de ingresos entre extremos de la comunidad. Como casi obvia consecuencia adicional, aumentó la violencia social en cualquiera de las facetas que se quiera medir. El impreciso y genérico objetivo de mejorar la calidad de vida, se alejó enormemente, en lugar de acercarse. Me considero dispensado de fundamentar con números esta afirmación, porque el tema ha sido analizado en centenares de documentos del más diverso origen. Para oscurecer más la perspectiva, la concentración de poder económico ha superado definitivamente los límites de las fronteras nacionales y las corporaciones se han impuesto a los gobiernos. El control corporativo ha invadido espacios no imaginados hace dos generaciones. Por caso, las semillas son patentadas y se presiona con fuerza a los gobiernos para que sus agricultores paguen regalías por su uso. Los países periféricos hoy pagan regalías y giran utilidades al exterior por casas de comida rápida; cines; filiales de estudios de abogados. Hay una densa y muchas veces escondida trama de intereses, que hace depender casi cualquier faceta de nuestra vida cotidiana de decisiones tomadas por empresarios que ni tienen obligación de saber donde estamos en el mapa. En el discurso, los gobiernos insisten con la meta/ receta: pleno empleo y Estado fuerte, no solo para brindar servicios esenciales sino para controlar a las corporaciones. El punto es que ya esto no es suficiente, esencialmente porque ya no se puede lograr, si no se incorporan otras metas al escenario.
NO SE PUEDE
Nada asegura que se pueda alcanzar el pleno empleo – el que importa, con salarios dignos - cuando las más grandes empresas que operan en un territorio son apenas filiales de corporaciones con sede en otro país. El ritmo de actividad, en ese marco, tiene un alto grado de dependencia de la tasa de ganancia de esas corporaciones y de la proporción de ella que se genera al interior de la frontera nacional. La forma de mantener una ganancia alta para la filial de una corporación trasnacional no es ningún secreto:
a) Tener un alto grado de control sobre el mercado interno de su producto. Si es posible ser monopólica.
b) Tener bajos costos, tanto para vender localmente como para exportar. Dado que la tarea de innovación, que puede generar ventajas competitivas, no se realiza normalmente en la filial sino en la matriz, la variable más a mano es el costo salarial.
Los dos elementos pueden ser buenos para la empresa, pero sin duda son malos para la sociedad de la que forma parte. Los intereses de la empresa y de la sociedad, es claro, son objetivamente antagónicos y su articulación de un modo favorable a los intereses populares exige un Estado especialmente fuerte. Sin embargo, cualquier gobierno que siga ese sendero se encuentra rápidamente ante otra encrucijada, ya que el crecimiento del país depende
mucho de inversiones que deben realizar esas mismas empresas a las cuales hay que controlar. Tales inversiones, es necesario tener presente, tienen habitualmente más de una localización posible en el globo, lo cual da a las corporaciones un formidable poder de presión sobre los gobiernos nacionales. No es mi intención profundizar esta faceta aquí. Solo me interesa dejar sentado que atributos como el pleno empleo se asocian todavía hoy a un mayor bienestar general. Sin embargo, tienen una connotación enteramente diferente si son fruto de una economía con bajo nivel de control monopólico, que si deben ser alcanzados negociando con corporaciones con mayor poder que el propio Estado. En el primer escenario, el pleno empleo implica de manera clara un aumento en el salario real medio; en el segundo escenario, no necesariamente. Casi podríamos afirmar que en una economía globalizada y controlada por corporaciones trasnacionales, para que haya pleno empleo es necesario que el salario real baje. Esta afirmación seguramente pone incómodo a más de un economista, porque contradice la formación académica básica, construida desde el limbo del libre acceso a los mercados y la competencia perfecta. A partir de este hecho – que la evolución de ciertas variables no mantiene su sentido interpretativo, sino que pasa a señalar lo contrario de lo que se creía – nada es seguro en la economía capitalista moderna y mucho menos en los países periféricos. ¿Cómo encontrar, en tal confusión, el camino de la mejor justicia social?
LA EXPERIENCIA CUBANA
Cincuenta años de la revolución cubana constituyen un experimento único, a escala nacional, del intento de construcción de una sociedad más justa. Sin embargo, ni detractores ni exégetas están aprovechando de una manera mínimamente adecuada, la enorme oportunidad de obtener resultados y deducir enseñanzas de este período tan valioso. Los detractores concentran su mirada en la falta de funcionamiento de un sistema democrático con partidos políticos y elecciones regulares. Es claro que esto es así. Pero acaso lo contrario, ¿se ha demostrado útil para alcanzar una mejor calidad de vida general? El resto de los países de la región, con la democracia, ¿se han educado; han comido; han tenido salud pública eficiente, en estos 50 años? La crítica conservadora es inevitablemente endeble, ya que deja al desnudo que promueve instrumentos – libre mercado; democracia parlamentaria – más que objetivos profundos, como la justicia social. Más lamentable, sin embargo, es la posibilidad perdida por quienes buscan la defensa y justificación de la revolución cubana. Comparando entre extremos del medio siglo transcurrido, es inmediato identificar algunos éxitos de dimensión superior a los de cualquier país y cualquier sistema de gobierno. La igualdad de oportunidades, tanto como el nivel de las prestaciones, en materia de educación y de salud públicas, no tienen parangón en el mundo. También es casi inmediato identificar los fracasos. Salvo en alguna industria asociada a la salud, Cuba no ha logrado aprovechar sus recursos naturales, ni
siquiera de manera mediocre, para producir bienes industriales necesitados por sus habitantes. Tampoco ha podido avanzar con mínima solidez en ningún otro sector industrial ni en la producción de equipos de transporte o de infraestructura en general. El resultado es que el país se refugia con orgullo en su sistema educativo o en su atención de la salud, pero compra en el exterior gran parte de los alimentos que consume; su población debe normalmente esperar horas y hasta días enteros en una ruta para trasladarse de ciudad a ciudad; mientras reaparece el turismo como la fuente de recursos elementales para la vida cotidiana. Ningún analista de la revolución alcanza a explicar tremenda contradicción, salvo recurriendo a los efectos de un bloqueo absurdo, que ya lleva más de 45 años. Sin embargo, durante casi tres décadas, Cuba tuvo una relación privilegiada con la Unión Soviética, que hizo que se inyectaran subsidios muy grandes en forma de altos precios pagados por el azúcar o bajos costos de importación de petróleo o equipos para infraestructura. En la práctica, esta relación reducía enormemente los efectos del bloqueo, aún cuando es necesario tener en cuenta que toda la vida de la isla estaba montada sobre equipos norteamericanos de comienzo de la década de 1960, para los que abruptamente no se contó con repuestos por más de 40 años. Mi modesta opinión es que hay un elemento del diseño de la política económica e industrial, que es más determinante que el bloqueo, para la actual asimetría estructural de Cuba. Veamos primero la faceta exitosa y encontremos una explicación. La educación y la salud son componentes permanentes de un sistema público de intervención en la sociedad. El Estado debe asegurar la educación y la salud de los habitantes de un país, en todo país. Puede hacerlo con un sentido de equidad o sin ella. Puede incluso hacerlo mal y hasta pésimo, agudizando las desigualdades sociales. Pero la decisión de ir en la dirección correcta o en la contraria es un hecho esencialmente político. Es querer hacerlo o no. La infraestructura física y humana existe; los conocimientos técnicos son abiertos y de difusión internacional amplia. El enorme mérito de la revolución cubana ha sido poner esos dos roles públicos al servicio de todos los cubanos con un sentido solidario de prioridad total. Lo que pretendo enfatizar es que una vez tomada la decisión, pudieron hacerlo, porque disponían o podían conseguir – con diverso grado de esfuerzo, pero accesible – el conocimiento y los recursos humanos necesarios. En esta explicación elemental está implícita la explicación de los fracasos en otros ámbitos. En el capitalismo, la producción de bienes industriales – más adelante haremos referencia a la producción agraria – no es un sistema público. No solo no es pública la propiedad de las unidades productivas; tampoco lo es – esto es central – el conocimiento necesario para diseñarlas y para operarlas. En 1959 Cuba tenía prácticamente una sola industria: la del azúcar. La revolución en poco tiempo expropió el grueso de los ámbitos productivos de la isla. Con eso, sin embargo, se apropió de un solo conocimiento autónomo: el de la producción de azúcar. Tan autónomo como lo fueran los técnicos que
trabajaban en los ingenios y el sistema de formación creado alrededor de esa industria. A mi juicio, el flanco débil que esto representa para cualquier proyecto de desarrollo independiente nunca fue adecuadamente cuantificado. Primero, se apostó a aumentar la producción de azúcar, confiando en que ese recurso bastaría para generar los excedentes con los cuales se pudiera comprar todo lo que no se producía. En poco tiempo quedó claro que ese era un camino equivocado. Luego, llegó la asociación estratégica con la Unión Soviética. Tal vez aquí es donde se cometió el error más decisivo. O no se pudo o no se supo establecer un flujo de conocimiento productivo industrial hacia Cuba. Se recibieron insumos subsidiados y se vendió el azúcar por sobre el precio internacional, pero algún historiador descarnado podrá algún día decir que en términos económicos la relación tuvo algunos perfiles de dependencia colonial o evaluado con menos crueldad, de subsidio al consumo presente, sin una mirada larga de construcción de una estructura sustentable. En aquel largo período, hay una experiencia de relación con la Argentina que abona la hipótesis. En 1973 se estableció un importante acuerdo de venta de bienes industriales a Cuba. La casi totalidad fueron plantas llave en mano, sin que el componente de formación de una base productiva cubana independiente fuera relevante, ni siquiera para faenar pollos o para pasterizar la leche. Para peor, las instalaciones fueron concebidas en sintonía con la lógica de planificación centralizada soviética, que imaginaba grandes unidades para abastecer todo el país desde allí, cuando lo sensato hubiera sido construir una base industrial con muchas unidades de alcance local, para lo cual la tecnología agroindustrial no solo existía, sino que era lo recomendable. Treinta años después Cuba no ha podido superar esa lógica y dolorosamente, buena parte de la dirigencia política ha preferido convencerse que hoy el país debe ser una sociedad de servicios, que compra los bienes que necesita exportando la labor de sus docentes y de sus médicos. Este planteo – exportar conocimiento y servicios educativos o médicos – no es criticable sino todo lo contrario. Pero no justifica eliminar como objetivo a alcanzar el tener una estructura industrial. No se entiende – a mi juicio no tiene explicación – como se sigue tapando el sol con un harnero, sin reconocer que no se ha sabido superar la restricción que impone la propiedad privada del conocimiento industrial en el capitalismo.
EL CAPÍTULO AGRARIO
La producción agraria merece un comentario específico, porque tiene algunas características propias, no comunes con el sector industrial. Ante todo, es necesario considerar que la disponibilidad de tierra es finita. No es posible crear tierra útil – al menos a escala de importancia económica-, como sí es posible instalar nuevas unidades industriales. Este hecho agiganta, por lo tanto, la importancia de la propiedad del factor, ya que quien tiene tierra adquiere un derecho a disponer de renta agraria, aunque no trabaje como agricultor.
El otro elemento distintivo es la tradición de transparencia en el uso del conocimiento, muy distinta del escenario de la actividad industrial. Investigadores que avancen en profundidad sobre este concepto podrían llegar a caracterizar la producción agraria tradicional como un sistema público, de propiedad y administración privada. O sea, intermedio entre la educación y la salud pública, por un lado y la industria, por otro lado. A través de buena parte del último siglo y por supuesto de la época actual se puede registrar la incesante lucha – y los continuos triunfos – de las corporaciones buscando monopolizar eslabones de las cadenas de valor agraria, yendo hacia lo que los estadounidenses califican de “industria agrícola”. Ello ha sucedido utilizando dos instrumentos. Primero, lisa y llanamente se ha usado el poder económico, en aquellos espacios donde el comercio y la logística son predominantes. El acopio de granos, el comercio internacional y por supuesto los eslabones industriales colocados inmediatamente después de la tranquera de los campos, como la industria aceitera o molinera o el procesamiento de carnes, se han ido concentrando de manera persistente. Segundo, se ha usado la innovación tecnológica, a la cual luego se ha encapsulado en patentes y otras formas de apropiación francamente originales, aunque no exentas de matices perversos. Tal vez el comienzo lo marca la evidencia del vigor híbrido como factor de rendimiento agrícola. Todos los vegetales con componentes masculinos y femeninos separables, como el maíz, el sorgo, el girasol, pueden tener mucho más rendimiento cuando se utilizan semillas producidas fecundando una línea genética con el polen de otra línea genética. Esto da un poder especial a los productores de semilla, ya que a los chacareros no les conviene guardar parte de su grano para sembrar al año siguiente. A este antecedente, que implica simplemente un laborioso trabajo de selección de lo que la naturaleza ofrece, le siguió en las últimas décadas la manipulación genética, construyendo así paquetes tecnológicos de propiedad bien cerrada. Hoy se produce semilla de soja o de maíz o de arroz que es resistente a un herbicida diseñado para eliminar toda materia vegetal con la cual tenga contacto, salvo el cultivo comercial deseado. A partir de esta innovación, la agricultura se “convierte” definitivamente en industria, en cuanto a la opacidad del conocimiento utilizado. Ya no hay libre uso de la técnica. Todos quienes aran, siembran, fumigan, cosechan o transportan grano, pasan a ser engranajes de un sistema cuya factibilidad física concreta depende de semillas, herbicidas e insecticidas sujetos a evolución continua y de propiedad cerrada. Existe la opción de regresar a la tecnología abierta, pero ya se trata de una actitud de rebeldía al sistema, cuyas bondades serán acosadas y deberán ser demostradas todo el tiempo. Es revolucionario no ser de punta. Una paradoja más del capitalismo.
EL NÚCLEO DEL PROBLEMA
Resulta muy valioso poder examinar en paralelo los dos caminos de búsqueda de la justicia social, el que podríamos llamar capitalista o el socialista. Ese esfuerzo nos lleva a entender que con miradas distintas sobre la organización social deseada, hay una fuerte coincidencia en poner el foco en la cuestión del poder. Parece hasta obvio que quien no dispone de suficiente poder político no puede siquiera aspirar a construir los caminos que pueda haber soñado. Sin embargo, no es esperable que se pueda construir una sociedad mejor, limitándose a acceder a alguno de estos escenarios:
a) Asegurar la hegemonía política en un sistema capitalista democrático y a partir de allí negociar con los poderes económicos concentrados, que han surgido del dominio del mercado sobre la estructura económica, sin agregar nuevos actores.
b) Tomar a cargo de una comunidad la propiedad de tierras o de unidades de producción, sin el conocimiento necesario para llevar adelante una producción eficiente.
Es imprescindible tener muy claro el por qué de una afirmación tan categórica. Tal vez sea útil recordar la polémica de consignas con que se buscaba desacreditar la propuesta peronista en la década de 1960, cuando se instalaba en toda America Latina la idea del desarrollo a escala de cada país, el desarrollismo. Se decía entonces que no se puede producir y distribuir al mismo tiempo. Que primero se debe producir y luego distribuir. Esto buscaba justificar la disminución del salario real y por ende del consumo, para favorecer la inversión. Una suerte de política económica stalinista en democracia. Retomando aquella polémica, deberíamos entender que se ha probado inviable esperar – y aún promover - que la producción se concentre de manera espontánea y luego se distribuyan los frutos. Primero producir y luego distribuir no funcionó en ningún lugar del mundo. Tampoco se mostró viable para conseguir una mejor calidad de vida el distribuir sin producir, como eligió hacer Cuba. En rigor, la polémica de hace 50 años sigue vigente y resulta interesante y llamativo que pueda seguir siendo planteada en términos tan esquemáticos como los aquí comentados. A mi criterio, reitero: . Si se posterga la distribución, se agudiza la injusticia, de manera irreversible y acumulativa. . Si se prioriza la distribución, pero no se atiende la producción, se genera una sociedad equitativa pero pobre.
Falta buscar, en términos concretos, el camino de la consigna histórica: distribuir y producir al mismo tiempo.
¿PUDO HABER SIDO CUBA?
A quienes pensamos estos temas desde dentro de una sociedad capitalista, se nos hace imprescindible intentar responder – en términos prioritarios - una pregunta clave: ¿Pudo haber sido distinta la historia productiva de Cuba en este medio siglo que pasó? Esto es esencial, porque si se trató de un error estratégico, pero había opciones, al menos pudo haber existido un camino de construcción de una sociedad desarrollada y equitativa. El planteo es: Si el gobierno cubano hubiera puesto en la debida prioridad la importancia de tener una estructura productiva densa, eficiente, sustentable, ¿hubiera encontrado la forma de construirla? Mi criterio, que constituye la base de la tesis de este documento, es que Cuba no solo necesitaba querer hacerlo, sino saber hacerlo y para ello, a diferencia de la salud o la educación, no bastaba con recurrir a la academia o al conocimiento público. Necesitaba quién colaborara en transferir el saber productivo, que en 200 años de revolución industrial se ha alejado minuto a minuto del uso público, para ser apropiado, como fuente central de renta. Ese saber abarca, y sobre todo, integra muchas más facetas que las que el sistema universitario traslada a los jóvenes cuando les enseña desde matemáticas hasta diseño de estructuras por elementos finitos. En ninguna universidad se enseña a construir y operar una unidad productiva integral, ni siquiera una panadería. ¿Quién tenía y tiene ese saber? Ante todo las corporaciones y los empresarios, que han articulado en términos prácticos todos los saberes parciales y los han colocado bajo un paraguas de gestión ordenada. A ese universo pueden sumarse las empresas públicas, cuando han podido transitar por un camino que evitara el deterioro asociado a la pérdida de lo comunitario como valor relevante. Siendo ácido diría que nadie más dispone de ese saber. Justamente allí reside el muy frágil flanco de cualquier proyecto de desarrollo autónomo en este momento histórico. Todo el sistema de educación universitaria y su extensión, el sistema de ciencia y tecnología – aún el de los países centrales – es un proveedor de conocimientos parciales y de mano de obra calificada para un entramado productivo cada vez más concentrado, con conocimiento bloqueado al interior de las corporaciones, que fija sus programas de trabajo, realiza sus propios desarrollos, y utiliza a la educación y a la investigación públicas como suministro de componentes. Para responder a la pregunta específica que se hizo más arriba: Cuba tuvo su chance. Pudo haber conseguido transferencia de saberes desde la Unión Soviética. Pero parece claro, luego de tres décadas de relación, que una parte (Cuba) no pudo o no supo plantear el problema y su solución y la otra (Unión Soviética) no quiso.
CONDICIONES DE CONTORNO
Volvamos al núcleo: cómo producir y distribuir al mismo tiempo.
Primer elemento: Parece imprescindible que aquellos que hoy solo son consumidores, en muchos casos subsidiados por los respectivos gobiernos porque de otra manera no podrían atender sus necesidades más básicas, sean protagonistas importantes, en cualquier proceso de búsqueda de auténtica justicia social. Esto significa que los hoy excluidos deben ser integrados a la producción. No hay manera de dignificar en profundidad el tejido social si los ciudadanos no producen al menos lo que consumen. Todos los ciudadanos. Además de la importancia del trabajo como elemento de integración, en el actual panorama de nuestros pueblos, esto adquiere otro significado central: el sujeto transformador de las estructuras productivas debe venir desde fuera de la organización actual, pensada para dividir y concentrar, en lugar de distribuir.
Segundo elemento: Debe haber un aporte externo del “saber cómo”. El tiempo histórico no da margen para opciones tales como cerrarse al mundo y construir desde el propio aprendizaje, sea teórico o práctico. Tal aporte, además, no puede considerarse satisfecho con la instalación de plantas llave en mano y esquemas de asistencia externa convencionales. Una unidad productiva es mucho más que un conjunto de equipos interconectados, instalados en un galpón. Es un sistema, que necesita provisiones de materias primas, componentes y repuestos. Que requiere planes de mantenimiento y reposición de equipos. Que tiene que distribuir sus productos finales, sean éstos destinados a otras industrias o a los consumidores. Que, finalmente y sobre todo, tiene que ser gestionado utilizando de la mejor manera la inteligencia de todos los participantes, midiendo un conjunto de parámetros que sirvan de referencia de la calidad de la gestión y contando con capacidad para operar sobre ellos en un proceso de mejora continua. Ese saber cómo no solo no está disponible como una mercancía más sino que usualmente es imposible encontrar proveedores, en un escenario económico donde el secreto es considerado fuente de beneficio casi obvia.
Tercer elemento: La conducción gubernamental de este proceso debe ser muy fuerte y cercana, asumiendo que se trata de un duro desafío, donde el éxito puede aparecer solo a mediano plazo. No veo manera alguna de romper los cuellos de botella construidos por el pensamiento liberal limitándose a dictar legislación de promoción o de regulación, para que actores privados sean quienes recorran el camino. Un gobierno convencido no tiene más remedio que operar en forma directa. Nada impide que haya amplios espacios para la iniciativa privada, pero estos deben estar acotados y condicionados por el poder concreto del Estado formando parte de las cadenas de valor, más que por leyes o decretos.
CÓMO
La primera y la tercera condición de contorno recién esbozadas ordenan las decisiones políticas. Un gobierno transformador debe querer respetar esas condiciones y a partir de allí puede dibujar caminos específicos. La segunda, sin embargo, no se resuelve solo con voluntad. Se necesita un análisis más sutil, que permita identificar posibles aliados para conseguir ese objetivo, en tiempos útiles para el éxito de un proyecto político. Reitero que no creo posible, en el actual contexto mundial, intentar aislarse para concebir y ejecutar un programa de desarrollo a partir solo de las propias fuerzas. Es necesario, en consecuencia, pasar revista a los sectores que pueden estar interesados, objetivamente, en transferir saberes productivos. 1 – Las empresas públicas, sean de producción de bienes o de servicios básicos, como la energía, el saneamiento o el transporte. 2 – Las pequeñas y medianas empresas de países de desarrollo medio, que vienen soportando la presión concentradora de las corporaciones y no tienen un horizonte claro para exportar bienes. 3 – Los ámbitos de pequeñas empresas del mundo desarrollado, que hace un par de décadas fueron ejemplo de agrupación exitosa – los distritos italianos, por ejemplo – y hoy están siendo barridos por las cadenas de valor cautivas de las multinacionales. 4 – Los organismos de ciencia y técnica de los países de desarrollo medio, que no son tributarios de las grandes corporaciones y a la vez tienen un espacio de evolución limitada por la concentración de la economía, en manos de corporaciones del mundo central. Estos organismos no disponen de los saberes a transferir en forma terminada pero, además de poder fortalecerse y reorientarse, son buenos vínculos con el mundo de la producción y además buenos ámbitos de formación de personal.
Se trata de un conjunto de actores que representa una pequeña fracción del espectro productivo. Son aquellos que pueden – repito, pueden – llegar a considerar el saber cómo colocado fuera del ámbito de la privacidad generadora de renta. Es más, en algunos casos, pueden descubrir que ese conocimiento es la auténtica fuente de renta. No se necesita aclarar demasiado que para sumar las condiciones subjetivas a las objetivas, para que se produzca la transferencia, es necesario un intenso trabajo político que ayude a los participantes a liberarse de las lógicas neoliberales, que tan fuertemente están instaladas en la conciencia colectiva. A este escenario de compra y venta de un tipo de bien que hoy no forma parte ni siquiera mínima del comercio internacional, lo llamo el escenario de la solidaridad tecnológica. Utilizo el término “solidaridad” porque a pesar que se propugna crear y fortalecer sin límites un mercado, éste es el del conocimiento. El resultado del intercambio es totalmente diferente y superior a la compra venta de bienes de consumo o de máquinas de producción. Quien participe en tal mercado como oferente, debe entender que transferir conocimiento productivo es habilitar al receptor a una vida más autónoma. Varias cosas cambian luego de ese intercambio. El que recibe deja de ser
demandante externo de los bienes finales que ahora pasa a producir. El que da, renuncia a proveer bienes en ese espacio y pasa a tener que organizar su actividad para jerarquizar el conocimiento que ofrece, de modo de poder ser considerado un asesor a futuro. La suma de ambos pasa a constituir un sistema capaz de pensar más y más formas de construir espacios de generación y transferencia de conocimiento, que sirvan para corregir las enormes deficiencias vigentes en la satisfacción de necesidades de nuestros pueblos. O sea: quien vende conocimiento, gana dinero, pero se asocia de un modo cualitativamente diferente a todo lo visto, con aquellas sociedades que necesitan ese conocimiento para construir un futuro más digno.
LA EXPERIENCIA RECIENTE
Venezuela es hoy un laboratorio gigante para la verificación práctica de estos conceptos. El actual gobierno venezolano intenta recuperar el país de décadas de desinterés en contar con un tejido industrial y agroindustrial autónomo. Basada en los ingresos por exportación de petróleo, se generó allí por años una sociedad de consumo donde casi todo, desde los alimentos hasta los productos electrónicos, era importado. Se intenta revertir esa situación. El punto es cómo. El planteo ha sido pragmático, aunque con un hilo conductor conceptual fuerte: la búsqueda de producir con el menor grado de dependencia de un proveedor externo. Se apeló a la compra de plantas llave en mano, con compromiso de asistencia técnica de los vendedores para la gestión y para la integración progresiva de componentes en el país, como en el caso de automóviles, tractores o computadoras. Se buscó lanzar una red ferroviaria básica, tanto de transporte de carga como de pasajeros, diseñada desde el gobierno, para avanzar en una segunda etapa en la provisión nacional de los componentes del sistema. Se convoca a empresas medianas y pequeñas de la región a constituir sociedades mixtas con el Estado. Se ha hecho acuerdos con Argentina para diseñar plantas y buscar luego los proveedores de bienes de capital, recibiendo asistencia en todo el proceso de instalación y puesta en marcha. Como actores venezolanos, se ha apelado a empresas enteramente estatales; empresas mixtas, sea con socios privados o con entes estatales de otros países; cooperativas; radicación de empresas. Los resultados son variados. En todo caso, se ha llegado a un momento de necesaria síntesis, donde son tantas las variantes intentadas, que se está en condiciones de identificar los mejores caminos y consolidar un modelo de intervención. Tal modelo está en gestación, pero es evidente que todos los senderos no son equivalentes, para alcanzar el objetivo de autonomía productiva. No es lo mismo partir de una planta llave en mano, que tener el diseño de la ingeniería básica.
No es lo mismo instalar unidades productivas a partir de alianzas políticas estratégicas en que la planta es un colateral, pero no el motivo central del acercamiento, que diseñar un programa de intervención en conjunto con quienes serán los que transfieran conocimiento. No es lo mismo negociar con países con problemas similares y de dimensión similar, que hacerlo con países mucho más grandes, aunque haya convergencia de conceptos. El escenario venezolano marca lo que a nuestro juicio es el intento más importante en ejecución a escala mundial, para romper la trampa de la dependencia desde un país de medianos recursos. En este sentido, las líneas están lanzadas y el juego está abierto. Es esencial ordenar las ideas y consolidar el modelo ya que se han de conseguir dos hechos relevantes:
A – Marcar con tremenda fuerza la importancia de la solidaridad tecnológica como componente de una estrategia de liberación, en el mismo plano que la equidad educativa o la salud para todos.
B – En forma casi automática, abrir la posibilidad de trasladar este concepto al resto de Latino América y África.
Emm/21.1.09
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